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dijous, 13 d’octubre del 2011

EL CÁNTARO QUE IBA A LA FUENTE


Tanto fue el cántaro a la fuente que aprendió el camino solito por lo que su dueña se quedaba en casa tranquilamente, leyendo y tocando el piano, esperando que regresara con el agua a rebosar, la más fresca que había por esas tierras. Contenta y orgullosa de tener el botijo más virtuoso, lo cuidaba como si fuera su mayor tesoro. Incluso se ponía en la puerta para decirle adiós cada mañana y él, con esa elegancia que tienen los objetos que se han forjado con la tierra y las manos, hacía su caminito sin deternerse. Poco le importaba ser el centro de las miradas de otras mujeres vecinas que no tenían la suerte, como él, que sus cántaros hubieran sido educados desde la autogestión que habían difundido algunas ideas avanzadas de la Europa decimonónica. Él seguía sus impulsos y sus doctrinas y pasaba esparciendo vibraciones, contorneándose en las curbas de sus surcos...

Quiso la envidia mediar entre los corazones débiles de sus porteadoras y un día, una de ellas, o quizás todas a la vez, se encargaron de que ese cántaro no regresara nunca. Por el camino, hecho añicos, lo encontró su dueña. Igual que hiciera Isis con el cuerpo de Osiris, así se propuso hacer ella hasta reconstruirlo. Nunca nadie supo lo que pasó en realidad en esa mañana de sol tardío, aunque algunas lenguas ya se encargaron bien de difamar y achicar la vida de los botijos y de otros objetos para que, por si acaso, a ninguno más le quedaran ganas de ir solo a la fuente o a ningún sitio. Incluso se molestaron en crear una frase hecha para avivar los miedos, que es el arma del covarde y para repartir moralidades a su antojo.

Pero este no es el final de esta historia. De hecho, es una historia sin final porque el cántaro, con todas sus grietas a la vista, se reconvirtió en regadera y aún ahora, da de beber a las flores más bonitas que se han visto jamás. 

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