Lo nombró una y otra vez. Desde la ventana que abría las luces de la quietud.
Desde el ombligo donde recogía los espejismos de las dunas y le hacían soñar sin proponérselo. Desde las maletas que aguardaban olvidadas en el desván. Desde los entresijos de unas sombras que antaño le habían pertenecido. Desde los diluvios de arena cuando el quebranto del alma se le había aparecido, de repente, y todo se hizo polvo. Desde la garganta seca de tanto gritar a oscuras sin encontrar ni a tientas ni a sabiendas ninguna salida posible. Desde el ayer como línea infinita que cruza el trasiego de los deseos que aún esperas que se hagan realidad. Desde su lengua, que tantos consuelos le había dado y que recuperaba con sólo cerrar los ojos. Desde el antiguo molino donde había hecho rodar la rueda para moler con parsimonia y confianza las masas de todos los amaneceres que aún le quedaban por vislumbrar. Desde los cielos y los infiernos que el día a día le había puesto delante como el paisaje con el que hay que vestirse para llegar al mañana... Desde todos esos lugares y otros más que olvidó, lo nombró una y otra vez, pero todo fue inútil; en algún lugar él había perdido sus orejas y éstas vagaban de aquí para allá, sin atender, sin conocer, sin escuchar.
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